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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 13 ene
  • 1 Min. de lectura

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La búsqueda del adicto no es simplemente la del placer químico: es el intento desesperado de construir un nuevo cuerpo, uno que no cargue con las marcas de su historia. La sustancia promete algo seductor: la posibilidad de habitar, aunque sea temporalmente, un cuerpo sin memoria, sin cicatrices psíquicas, sin el peso de los traumas inscritos en la carne. Es la fantasía de un reinicio perpetuo, donde cada dosis ofrece la ilusión de un cuerpo virgen.


Este nuevo cuerpo químico se presenta como una alternativa al cuerpo histórico, ese que duele, que recuerda, que porta las inscripciones de cada encuentro y desencuentro con el Otro. La sustancia viene a cumplir una función paradójica: crear un cuerpo que no sienta, para no sentir el dolor de tener un cuerpo. Es un intento de borrar no solo la memoria psíquica, sino la memoria corporal misma, esa que habita en cada célula, en cada nervio, en cada terminación sensorial.


Pero este proyecto está destinado al fracaso: el cuerpo sin historia es una ficción química que debe ser renovada constantemente. Cada despertar del efecto de la sustancia es un retorno brutal al cuerpo real, ese que insiste en recordar, en sentir, en doler. La adicción se revela así como un círculo vicioso donde cada intento de escape del cuerpo histórico solo profundiza las marcas que se intentan borrar.


 
 
 
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    Psicotepec
  • 13 ene
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El malestar en la cultura ha sufrido una mutación radical: ya no enfrentamos la vieja neurosis freudiana basada en la represión del deseo, sino algo más perverso - la obligación de gozar. El superyó contemporáneo no prohíbe, ordena: "¡Debes disfrutar!", "¡Tienes que pasarla bien!", "¡No puedes perderte nada!". Este mandato de goce perpetuo se vuelve más asfixiante que cualquier prohibición.


El adicto encarna la versión más extrema y dolorosa de esta nueva subjetividad. No es quien transgrede la ley, sino quien obedece demasiado bien el imperativo social del goce sin límites. Su sufrimiento revela la paradoja de nuestra época: mientras más se persigue el goce como obligación, más se aleja la posibilidad del placer verdadero. La adicción se convierte así en el paradigma de un goce que no hace lazo social, que no produce satisfacción real.


La clínica contemporánea debe confrontar esta nueva forma de malestar. Ya no se trata de liberar el deseo reprimido, sino de liberarnos del mandato imposible del goce perpetuo. El verdadero acto analítico hoy consiste en restaurar la posibilidad de un deseo que no esté sometido a la tiranía del goce obligatorio, que pueda incluir la falta y el límite como dimensiones constitutivas de la subjetividad.



 
 
 
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  • 13 ene
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La adicción nunca es meramente una relación entre un sujeto y una sustancia. Es siempre, en su núcleo más íntimo, el testimonio de un desencuentro fundamental con el Otro. Donde debería haber existido un vínculo sostenedor, donde la palabra debería haber funcionado como puente hacia el otro, se instaló un vacío que la sustancia viene a ocupar con su presencia química infalible. La droga no falla, no malinterpreta, no abandona: está siempre ahí, con una consistencia que ningún ser humano puede prometer.


Este reemplazo del Otro por la sustancia revela una lógica implacable: ante el dolor de los desencuentros, ante la marca de las ausencias o los excesos del Otro, el adicto encuentra en la sustancia una respuesta que no requiere el riesgo de la intersubjetividad. La droga se convierte en un interlocutor perfecto, un Otro sin fallas que responde siempre de la misma manera, que nunca decepciona con su diferencia o su deseo propio.


El análisis propone algo radicalmente distinto: la posibilidad de volver a ese punto de desencuentro original no para borrarlo, sino para reescribirlo. No se trata de sustituir la adicción por una nueva dependencia, sino de crear las condiciones para que el sujeto pueda construir una nueva forma de vincularse con el Otro, una que incluya la posibilidad del desencuentro sin que este sea devastador. La verdadera cura no está en eliminar la sustancia, sino en restaurar la capacidad de sostener vínculos con otros imperfectos pero reales.


 
 
 
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