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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
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No decir puede ser refugio o resistencia. El secreto que te hace único es el mismo que te aísla.


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El tesoro del silencio.


No decir no es mentir. El silencio del analizante puede ser refugio antes que resistencia: un territorio donde atesora fragmentos de sí que teme perder al pronunciarlos. Hay pensamientos que guardamos como quien esconde monedas bajo el colchón, no por avaricia sino por supervivencia. Decirlo todo amenaza con vaciarnos. Algunas palabras retenidas son el último bastión donde el sujeto se reconoce dueño de algo propio, irreductible a la mirada del otro.


Quien calla para preservarse descubre que el secreto funda identidad. Poseer algo que nadie más conoce genera la ilusión de ser alguien singular, un Otro con mayúscula. El analizante que reserva construye diferencia: yo tengo lo que tú ignoras. Sin embargo, ese tesoro guardado puede convertirse en cárcel. Lo no dicho pesa, ocupa espacio y exige vigilancia constante.


La experiencia analítica no busca la confesión total, sino discernir qué silencios protegen y cuáles encierran. El secreto que nos hace únicos puede ser el mismo que nos condena a la soledad.


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Mentirse cansa más que sufrir. La lucidez no elimina el dolor: lo vuelve habitable.

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Lucidez dolorosa.

Vivimos construyendo coartadas. Elaboramos versiones edulcoradas de nuestras elecciones, justificaciones elegantes para nuestras cobardías, explicaciones que nos eximen de responsabilidad. El autoengaño no es accidente sino estrategia: una arquitectura sofisticada que erigimos para habitar sin demasiado malestar. Creemos que mentir nos protege del sufrimiento.

Sin embargo, la mentira exige un trabajo agotador. Mantener la ficción requiere vigilancia constante, memoria selectiva, ceguera voluntaria. Gastamos más energía sosteniendo el engaño que la que nos ahorraría enfrentar aquello que evitamos. El dolor que esquivamos se multiplica en los rincones donde lo escondemos. Mentirse no elimina el sufrimiento: lo desplaza, lo fermenta, lo convierte en síntoma.

La experiencia analítica propone algo incómodo: que la lucidez duele menos que la anestesia. No porque ver claro sea placentero, sino porque el precio de no ver se paga con la vida misma. Ganar verdad es perder excusas.

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Mentimos para decir verdades que no sabemos. El análisis no corrige la historia: la hace habitable.


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Ficción verdadera.


Somos animales que enferman de relato. No podemos existir sin tejer historias sobre quiénes fuimos, quiénes somos, quiénes seremos. Esta compulsión narrativa —tan humana como respirar— esconde una trampa: creemos que contamos lo que vivimos, cuando en realidad vivimos lo que contamos. El sujeto no precede a su historia; emerge de ella. Cada palabra que pronunciamos sobre nosotros mismos nos inventa un poco más, nos fija en una versión que tomamos por destino.


La paradoja del análisis reside en que la cura no consiste en alcanzar la verdad, sino en atravesar las ficciones. Freud descubrió que el paciente miente —omite, disfraza, embellece— y que precisamente en esas mentiras habita lo más auténtico. El lapsus delata, el olvido confiesa, la exageración señala. Lo falso funciona como vehículo de lo verdadero; la máscara revela más que el rostro desnudo.


La clínica contemporánea trabaja en ese territorio donde ficción y verdad se confunden productivamente. El analista no busca corregir el relato ni verificar los hechos: escucha las grietas, los énfasis sospechosos, los silencios elocuentes. No se trata de reconstruir lo que realmente pasó, sino de descubrir qué historia necesitamos abandonar para poder, finalmente, vivir otra.


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