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Logro de la cultura del consumo: no eliminar la insatisfacción, sino hacer que la infelicidad ordinaria se sienta como una catástrofe insoportable, patologizando la condición humana como deficiencia.


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Cuando la satisfacción se vuelve obligación.


La experiencia analítica revela un giro perverso: la satisfacción ha mutado de posibilidad a mandato. Los sujetos contemporáneos llegan a consulta no porque sufran demasiado, sino porque no pueden tolerar el sufrimiento en absoluto. Cada malestar menor se registra como crisis, cada momento sin placer como patología. La cultura promete satisfacción total mientras, paradójicamente, vuelve insoportable la infelicidad ordinaria: tenemos más acceso al placer que nunca, pero menos capacidad para soportar su inevitable ausencia.


Esto produce lo que los clínicos encuentran diariamente: sujetos que experimentan la brecha entre publicidad y realidad como fracaso personal. El problema no es que la satisfacción los eluda, sino que cualquier cosa menos que una euforia constante se siente catastrófica. La cultura del consumo no falla en entregar felicidad; tiene éxito en volver intolerable la melancolía normal, transformando la falta existencial en una emergencia que requiere intervención farmacéutica o comercial inmediata.


El aspecto más cruel es que este sistema se alimenta de su propio fracaso. Cada promesa de satisfacción total eleva las expectativas mientras reduce la tolerancia, creando sujetos que necesitan dosis crecientes de novedad para mantener un contentamiento básico. El adicto simplemente encarna esta lógica sin pretensiones, eligiendo la química sobre el agotador teatro del optimismo consumista perpetuo.


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  • hace 3 días
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La tragedia del adicto: eligiendo la repetición confiable de la química sobre la sorpresa no-confiable de lo humano, descubre que su compañero perfecto es también su verdugo.


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La química de la soledad.

La experiencia analítica revela una sustitución inquietante: el adicto no simplemente prefiere la droga sobre las personas, sino que reorganiza fundamentalmente la economía de la confianza misma. Donde el neurótico sufre la no-confiabilidad del deseo humano, el adicto encuentra salvación en la consistencia química. La droga nunca decepciona porque nunca habla: entrega su efecto con precisión mecánica, sin pedir nada a cambio excepto la disponibilidad continua del cuerpo.

Esta transformación opera a través de una lógica brutal: las relaciones humanas demandan interpretación, negociación, la ansiedad de no saber qué quiere el Otro. El objeto-droga elimina esta incertidumbre insoportable. Se convierte en el único Otro que cumple promesas, que llega a tiempo, que nunca hace preguntas incómodas. El adicto no ha abandonado la sociedad; simplemente ha encontrado un compañero más confiable en la química que en la conversación.

Sin embargo, esta solución aparente oculta un impasse más profundo: la confiabilidad de la droga es también su tiranía. A diferencia de los otros humanos que pueden sorprender, decepcionar o transformarnos, el vínculo químico permanece estático, repetitivo, mortífero. El adicto intercambia el riesgo de la impredecibilidad humana por la certeza de la servidumbre farmacológica, descubriendo demasiado tarde que el Otro más confiable es también el más letal.


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  • hace 3 días
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La neutralidad del analista no es frialdad sino precisión: sostener el dolor ajeno sin invadirlo con nuestras propias respuestas.


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Neutralidad es responsabilidad.

La neutralidad mal entendida es el mejor refugio para la cobardía clínica. Confundir abstinencia con desinterés es transformar el consultorio en una morgue emocional donde el analista observa sin implicarse, escucha sin resonar. La verdadera neutralidad no es indiferencia: es la capacidad de sostener el dolor del otro sin colonizarlo con nuestras propias urgencias.

El compromiso analítico habita una paradoja: tomar posición sin imponer, sostener sin rescatar. Freud no inventó la neutralidad para crear estatuas de mármol, sino para despejar el campo transferencial de nuestros propios fantasmas. Pero neutralidad no significa sordera. El analista que no se conmueve ante el sufrimiento tampoco podrá reconocer cuándo algo del orden del deseo está emergiendo.

El analizante no busca un espejo mudo sino un testigo implicado. La ética del análisis exige disponibilidad afectiva: estar ahí, presente, sin fundirse con el otro pero sin abandonarlo a su soledad. Porque el psicoanálisis no cura desde la distancia aséptica, sino desde ese delicado equilibrio entre la proximidad y la alteridad.


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