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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 16 ene
  • 1 Min. de lectura

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La vulnerabilidad no es una debilidad que podamos superar ni una condición que podamos elegir: es la estructura misma de nuestra subjetividad. Como una ciudad que ha dejado caer sus murallas, el sujeto está fundamentalmente expuesto, abierto a las heridas que vienen del encuentro con el otro. Esta apertura radical precede a cualquier decisión consciente o acto voluntario; es el modo primordial de nuestra existencia.


La fantasía contemporánea de un yo blindado, autosuficiente, es precisamente eso: una fantasía defensiva contra esta verdad fundamental. No es que seamos vulnerables por accidente o por defecto: la vulnerabilidad es la condición misma de estar vivos, de poder ser afectados, de poder sentir y relacionarnos. El yo es, en su núcleo más íntimo, una herida que no cicatriza.


Esta apertura constitutiva, esta imposibilidad de cerrarnos completamente sobre nosotros mismos, es lo que hace posible toda experiencia significativa. Solo porque somos vulnerables podemos amar, aprender, transformarnos. La verdadera fortaleza no consiste en negar esta condición, sino en habitarla conscientemente, en hacer de nuestra herida fundamental una fuente de encuentro y creación.


 
 
 
  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 15 ene
  • 1 Min. de lectura

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El rostro del Otro no es simplemente una configuración de rasgos físicos ni una máscara social: es la irrupción de una alteridad radical que precede a todo intento de comprensión o categorización. Antes de que podamos asignarle un significado, antes incluso de que podamos defendernos de su presencia, el rostro ya nos ha interpelado. Es una apertura que emerge desde más allá de la forma, una manifestación que excede lo visible.


Esta manifestación constituye el primer discurso, pero no porque articule palabras, sino porque establece la posibilidad misma de todo diálogo. El rostro habla en un lenguaje más antiguo que las palabras: es súplica y mandato a la vez, vulnerabilidad y autoridad entrelazadas. Nos confronta con una demanda ética que no podemos eludir, un llamado que nos constituye como sujetos responsables antes de cualquier decisión consciente.


Lo que se revela en el rostro es la imposibilidad de reducir al Otro a nuestras categorías de comprensión. Es una apertura que aparece en la apertura misma, un enigma que no pide ser resuelto sino respondido. El rostro nos habla precisamente desde esa irreductibilidad, desde esa resistencia fundamental a ser convertido en objeto de nuestro conocimiento o de nuestro poder.


 
 
 
  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 15 ene
  • 1 Min. de lectura

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El poder simbólico de la palabra trasciende su función comunicativa: es presencia que ilumina, que transforma lo ominoso en habitable. No es el contenido del decir lo que sostiene, sino el acto mismo de la enunciación como testimonio de presencia. La voz del Otro opera como un faro en la oscuridad, no por lo que dice, sino por el hecho mismo de su emergencia en el vacío.


El lenguaje revela aquí su función más fundamental: la de crear puentes entre soledades, la de convertir el espacio amenazante de la ausencia en territorio habitable. La palabra funciona como organizador de la experiencia, como constructor de realidad psíquica. No transmite simplemente información: establece las coordenadas mismas de lo posible, de lo pensable, de lo vivible.


En este fenómeno se condensa la verdad más profunda sobre la función del lenguaje en la constitución subjetiva: su capacidad de transformar la realidad por el mero acto de nombrarla, de hacer presente lo ausente, de convertir el caos en cosmos. La palabra no solo describe el mundo: lo crea, lo organiza, lo hace habitable. Es luz que no solo ilumina, sino que constituye lo iluminado.


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En el principio ya existía el Verbo (Juan 1:1)


 
 
 
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