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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 23 abr
  • 1 Min. de lectura

Donde la palabra pública agoniza, el inconsciente enmudece. El psicoanálisis no es solo víctima del totalitarismo: es su antagonista estructural.


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La palabra es el instrumento primordial del psicoanálisis, pero no cualquier palabra. Se trata de aquella que emerge sin restricciones, la que sorprende incluso a quien la pronuncia. El inconsciente requiere territorios seguros para manifestarse, como el pájaro necesita espacio abierto para desplegar sus alas. Sin garantías de libertad, lo reprimido permanece en las sombras.


El dispositivo analítico opera bajo una contradicción fundamental: exige un hablar sin límites dentro de un encuadre rigurosamente limitado. Esta paradoja solo es sostenible cuando el pacto social garantiza que ninguna palabra será castigada por su contenido perturbador. El encuadre protege, pero solo la democracia legitima ese pacto singular que llamamos transferencia.


La clínica contemporánea confirma que bajo regímenes autoritarios, el psicoanálisis se deforma o desaparece. Cuando las palabras deben pasar por el filtro del miedo, el analista deviene involuntariamente cómplice del poder. El inconsciente, como territorio íntimo, requiere para su exploración el mismo oxígeno que la vida pública: la libertad de decir.


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La clínica actual es la del sujeto que confunde el deseo con el catálogo. Que busca en Amazon lo que no se atrevió a pedir en el análisis. El algoritmo es el nuevo nombre del destino.


Buscamos en pantallas lo que no podemos nombrar en palabras. Cada clic rastrea el mapa invisible de nuestros deseos, convirtiendo la angustia en datos procesables y el vacío en carrito de compras. Las plataformas digitales no venden productos sino promesas de completud: la mercancía perfecta que suturará la falta constitutiva del sujeto. La red social es el nuevo consultorio donde exhibimos fragmentos cuidadosamente editados de nuestro malestar.

Paradójicamente, cuanto más intentamos singularizarnos mediante el consumo, más idénticos nos volvemos a los perfiles que el algoritmo predice. La libertad de elección encubre nuestra servidumbre voluntaria al mercado: creemos decidir mientras repetimos patrones previsibles para la máquina. El capitalismo digital no necesita reprimirnos; le basta con ofrecernos infinitas versiones del mismo objeto imposible.


La clínica actual revela analizantes que confiesan a las cookies lo que callan en sesión. Amazon conoce sus síntomas antes que el analista, Netflix interpreta sus sueños, Instagram archiva sus identificaciones. El sujeto contemporáneo sustituye la transferencia por la subscripción premium, externalizando su inconsciente en bases de datos que convierten su intimidad en commodity.


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  • 23 abr
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Todo rostro es una rebelión silenciosa contra las categorías que pretenden domesticarlo a imagen y semejanza de mis certezas.


Los rostros que encontramos no son lienzos en blanco sino territorios ya rebelados contra nuestra colonización conceptual. Cada arruga, cicatriz y gesto constituye una insurrección silenciosa contra los moldes interpretativos que llevamos como anteojos invisibles. Lo verdaderamente inquietante del rostro ajeno no es su diferencia, sino su resistencia a convertirse en confirmación de nuestras taxonomías cotidianas.


Levinas (2002) comprendió que el rostro es precisamente aquello que excede cualquier totalización. La paradoja fundamental reside en que cuanto más intentamos capturar al otro en nuestras categorías, más se revela como infinito, como excedente irreductible. Cada mirada es una emboscada tendida a nuestros sistemas explicativos, una fuga permanente de nuestros archivos clasificatorios que desafía la pretensión de convertir lo humano en dato interpretable.


El sujeto contemporáneo, entrenado en el consumo veloz de imágenes, confunde ver con comprender. Reducimos rostros a selfies, expresiones a emojis, singularidades a perfiles. Nuestra hipervisualidad tecnológica paradójicamente nos ciega ante lo que Levinas llamaba "la epifanía del rostro": ese momento en que el otro deja de ser objeto y deviene mandato ético, llamada inescapable que ningún algoritmo puede procesar.


Referencias


Levinas, E. (2002). Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad. (A. Leyte, Trad.). Sígueme. (Trabajo original publicado en 1961).


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