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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 6 ene
  • 1 Min. de lectura

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Los términos "autoestima" y "resiliencia" se han convertido en los pilares gemelos de la subjetividad neoliberal, una maquinaria conceptual diseñada para producir sujetos dóciles ante la voracidad del mercado. La autoestima, lejos de ser una herramienta de autovaloración genuina, funciona como un imperativo superyoico implacable: "debes amarte lo suficiente como para seguir siendo productivo". Es la interiorización perfecta de la lógica mercantil en el núcleo mismo de nuestra relación con nosotros mismos.


La resiliencia completa esta operación perversa. No celebra la capacidad humana de resistir y transformar las condiciones adversas, sino que premia la sumisión silenciosa ante cualquier forma de violencia sistémica. El mensaje es claro: tu valor reside en tu capacidad de aguantar, de doblarte sin romperte, de absorber golpe tras golpe sin cuestionar jamás quién los propina. Es la despolitización perfecta del sufrimiento, convertido ahora en oportunidad de demostrar tu "fortaleza".


Esta pareja conceptual opera como el dispositivo perfecto del capitalismo contemporáneo: mientras la autoestima te exige estar constantemente a la altura de las demandas del mercado, la resiliencia te felicita por soportar sus consecuencias sin rebelarte. No es casual que este discurso confunda deliberadamente el optimismo sumiso con el verdadero entusiasmo que nace de la lucha y la transformación colectiva.


 
 
 
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  • 6 ene
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La lengua nos ofrece un abanico de palabras para nombrar aquello que nos constituye: hiato, brecha, vacío, hueco. No es casualidad que existan tantas formas de señalar la ausencia. Cada una de estas palabras ilumina un aspecto diferente de esa falta fundamental que nos atraviesa, como si el lenguaje mismo intentara rodear, una y otra vez, esta verdad central de nuestra condición: somos seres marcados por la incompletitud.


La hiancia no es un accidente en nuestra estructura, un defecto que debamos corregir. Es el espacio mismo donde surge la posibilidad del deseo, del movimiento, del cambio. En la distancia entre lo que somos y lo que creemos ser, en la separación entre el decir y lo dicho, en el intervalo entre un momento y otro, se abre el campo donde la subjetividad puede desplegarse. La pausa no es una interrupción del sentido, sino su condición de posibilidad.


Estas palabras, en su aparente negatividad, nos revelan algo fundamental: la falta no es el enemigo a vencer, sino el espacio vital que nos permite existir como sujetos deseantes. El hueco en nuestro ser no está para ser llenado, sino para ser habitado. Es en este vacío constitutivo donde reside nuestra potencia más radical, nuestra capacidad de devenir algo más que lo que ya somos.


 
 
 
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  • 6 ene
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La ilusión moderna nos vende el saber como una posesión individual, algo que podemos acumular y almacenar en los confines de nuestra mente, como quien guarda tesoros en una bóveda privada. O nos promete un saber colectivo, una suma de conocimientos compartidos que flotaría por encima de las subjetividades. Ambas fantasías pierden de vista la verdadera naturaleza del saber que el psicoanálisis nos revela.


El saber que importa, el que realmente toca algo de la verdad, emerge precisamente en ese espacio intermedio donde el sujeto se encuentra con el Otro. No es mío ni tuyo, no está dentro ni fuera: habita en ese entre que se produce en el encuentro analítico. Es un saber que se goza en el acto mismo de su emergencia, en ese momento fugaz donde algo de la verdad se dice sin haber sido pensada.


Por eso el verdadero saber analítico no puede ser escrito en manuales ni transmitido como información. Es un saber que se produce en el encuentro, que se goza en el instante mismo de su aparición y que pertenece a ese espacio intersubjetivo donde el inconsciente hace sus apariciones fugaces. No es un saber que se tiene, sino un saber que acontece en el entre.


 
 
 
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