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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 4 feb
  • 1 Min. de lectura

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El sueño de la pureza persigue al pensamiento occidental como un veneno hermoso: cuanto más perseguimos la fantasía de un sujeto inmaculado, más violencia infligimos sobre la desordenada realidad de la existencia humana. Esto no es un accidente de la filosofía sino su gesto fundacional: la creencia de que en algún lugar, bajo el caos de la experiencia, yace un ser puro y esencial esperando ser descubierto. Cada intento de alcanzar esta pureza mítica deja un rastro de cuerpos rotos y almas destrozadas.


La metafísica del sujeto puro opera mediante una doble violencia: primero declarando la impureza como una desviación a corregir, luego convirtiendo esta corrección en imperativo ético. Vemos esta lógica operando en todas partes: en sistemas educativos que estandarizan mentes, en programas sociales que normalizan conductas, en ideales culturales que patologizan la diferencia. La búsqueda de la pureza siempre requiere la eliminación de lo considerado impuro.


El verdadero horror no reside en nuestro fracaso para alcanzar este sujeto puro sino en la devastación creada por la persecución interminable de este ideal imposible. Cada genocidio, cada limpieza étnica, cada programa de purificación social comienza con este sueño metafísico: que si tan solo pudiéramos eliminar los elementos impuros, finalmente llegaríamos a la prístina esencia del ser. La violencia no está en la ejecución sino en el ideal mismo.


 
 
 
  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 3 feb
  • 1 Min. de lectura

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El fascismo revela una verdad perturbadora sobre el deseo colectivo: la fantasía de la pureza absoluta seduce antes de aterrorizar. No es solo una ideología política sino una patología social que promete resolver la angustia de la diferencia eliminando al diferente. Como una pesadilla que comienza como sueño de orden perfecto y termina en pesadilla de exterminio.


La seducción fascista opera precisamente en esta promesa de simplicidad radical: un mundo sin conflictos porque no hay otros, una sociedad sin angustia porque no hay diferencia, una identidad sin fisuras porque se ha eliminado toda alteridad. El delirio de uniformidad se vuelve proyecto político, transformando la fantasía de completitud en programa de aniquilación.


Lo verdaderamente aterrador no es que el fascismo sea una aberración histórica sino una tentación latente en toda cultura. Como un síntoma colectivo que revela el reverso oscuro de nuestro deseo de orden y pertenencia. La política se convierte así en escenario donde la cultura actúa sus fantasías más primitivas, donde el sueño de unidad deviene pesadilla de eliminación.


 
 
 
  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 3 feb
  • 1 Min. de lectura

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Nos hemos acostumbrado a pensar que la radicalidad está en la polarización, que la fuerza reside en la capacidad de excluir al otro, de marcarlo como enemigo. La verdadera revolución de nuestro tiempo, sin embargo, consiste precisamente en lo contrario: en el acto subversivo de buscar lo común en medio de la diferencia. No hay nada más radical que tender puentes donde otros construyen muros.


La búsqueda de lo universal no es una forma de cobardía ni un intento de diluir conflictos. Es, por el contrario, el acto más valiente: reconocer en el otro, incluso en aquel que nos antagoniza, una humanidad que nos interpela. Los verdaderos revolucionarios de nuestra época no son quienes gritan más fuerte desde sus trincheras, sino quienes se atreven a cruzar las líneas divisorias.


La paradoja es que lo común no surge de minimizar diferencias sino de reconocerlas en toda su magnitud. Solo cuando aceptamos que el otro es radicalmente diferente, podemos comenzar a construir una universalidad auténtica. El diálogo real no comienza en el acuerdo sino en la aceptación profunda del desacuerdo.


 
 
 
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