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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 25 feb
  • 1 Min. de lectura

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La ilusión del yo como estructura hermética genera la primera violencia: aquella que niega nuestra porosidad constitutiva. Defendemos con fervor nuestras fronteras psíquicas mientras la realidad muestra que somos seres de intercambio constante. Esta defensa desesperada ante lo ajeno es, paradójicamente, lo que nos fragmenta internamente. La rigidez que pretende protegernos termina siendo nuestra principal herida.


El trabajo clínico revela cómo esta fantasía de aislamiento produce mayor sufrimiento que aquello de lo que pretende resguardarnos. El sujeto construye murallas y luego se asfixia dentro de ellas: he aquí la contradicción fundamental. La violencia emerge precisamente cuando negamos nuestra vulnerabilidad constitutiva y nuestra dependencia del reconocimiento del otro.


Somos archipiélagos psíquicos, no islas. Nuestras orillas están hechas para el encuentro, no para la defensa. El verdadero peligro nunca fue la influencia externa sino la negación de nuestra naturaleza relacional. La identidad es siempre construcción compartida.


 
 
 
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  • 25 feb
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Actualizado: 25 feb


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La experiencia clínica revela que la certeza funciona principalmente como un ansiolítico: nos aferramos a lo que "sabemos" no porque sea verdad, sino porque calma nuestro temblor existencial. El sujeto contemporáneo abandona la duda precisamente cuando más la necesita: durante períodos de cambio y complejidad acelerados. Este rechazo de la incertidumbre crea una forma de rigidez psíquica que paradójicamente aumenta la fragilidad: cuanto más desesperadamente buscamos terreno sólido, más vulnerables nos volvemos a la desorientación cuando ese terreno inevitablemente cambia.


El proceso terapéutico demuestra cómo cuestionar nuestras propias convicciones crea flexibilidad necesaria: la duda se convierte no en debilidad sino en fortaleza, no en indecisión sino en protección contra las seducciones del dogmatismo. Esta paradoja aparece durante todo el análisis: los pacientes logran seguridad no a través de la certeza sino tolerando la ambigüedad, reconociendo que "saber con seguridad" a menudo oculta estructuras defensivas más profundas bajo su superficie confiada.


Las sociedades, como los individuos, manifiestan síntomas cuando la certeza se calcifica en ideología: el totalitarismo emerge no del cuestionamiento sino de su ausencia. La democracia requiere precisamente lo que la hace vulnerable: la capacidad de dudarse a sí misma. El sujeto político existe así en una tensión productiva: lo suficientemente comprometido para actuar, lo suficientemente dubitativo para reflexionar.


 
 
 
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  • 25 feb
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La experiencia analítica revela una paradoja fundamental: buscamos la verdad mientras descubrimos que la verdad misma usa disfraces. Como arqueólogos de la psique, excavamos capas de significantes solo para encontrar que cada máscara esconde otra más profunda: un juego infinito de ocultamientos que constituye nuestra propia subjetividad.


El sujeto contemporáneo habita esta tensión entre revelación y encubrimiento: habla para revelarse mientras simultáneamente se esconde en el lenguaje. Las palabras funcionan como puentes y murallas a la vez—iluminan significados mientras oscurecen el contenido mismo que pretenden expresar. Esta contradicción explica por qué el verdadero análisis requiere paciencia: cada capa removida expone no la verdad final, sino otro nivel de encubrimiento simbólico.


El análisis no es el descubrimiento triunfante del significado oculto, sino el humilde reconocimiento del desplazamiento interminable del sentido. El avance terapéutico ocurre no cuando encontramos el significante último, sino cuando reconocemos la productiva imposibilidad de tal descubrimiento.


 
 
 
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