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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 22 mar
  • 1 Min. de lectura

Actualizado: 24 mar


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La experiencia analítica revela una paradoja inquietante: buscamos ayuda para eliminar el sufrimiento pero resistimos abandonar las defensas que lo perpetúan. Como el prisionero que teme la libertad después de décadas en su celda, el analizante se aferra a síntomas que, aunque dolorosos, estructuran su universo subjetivo. La cura convencional ofrece alivio rápido: devolver al sujeto la misma ilusión de completitud que ya fracasó anteriormente, reinstalando el espejismo yoico que el malestar había comenzado a resquebrajar.


El analista riguroso elige un camino distinto: no restaurar el velo sino acompañar su caída. El verdadero proceso analítico desarticula las certezas imaginarias, desestabiliza identificaciones cristalizadas, cuestiona narrativas totalizantes. Como el cirujano que debe causar dolor momentáneo para extirpar el tumor, el analista interviene precisamente donde la comodidad sintomática mantiene al sujeto alejado de su verdad. La incomodidad productiva sustituye al alivio estéril: un malestar que ahora porta significación subjetiva.


La clínica contemporánea enfrenta constantemente la tentación adaptativa: protocolos estandarizados, terapias breves, soluciones universales. Cada disciplina "psi" debe decidir si persigue pacientes adaptados o sujetos éticos, estabilidad superficial o transformación profunda, bienestar aparente o autenticidad inquieta. La verdadera cuestión persiste más allá de escuelas y técnicas: preferir el despertar incómodo a la somnolencia plácida, el trabajo elaborativo al consuelo inmediato, la pregunta sostenida a la respuesta prematura.

Referencias Lacan, J. (2006). The mirror stage as formative of the function of the I as revealed in psychoanalytic experience. En B. Fink (Trad.), Écrits: The first complete edition in English (pp. 75-81). W.W. Norton & Company. (Obra original publicada en 1949).

 
 
 
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    Psicotepec
  • 26 feb
  • 1 Min. de lectura

Actualizado: 24 mar


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El amor nos coloca en una posición imposible: ofrecemos precisamente aquello de lo que carecemos a quien no solicita tal ofrenda. Extendemos nuestras manos vacías con la promesa de plenitud, mientras el otro, también habitando su propio vacío, no reconoce lo que intentamos entregar. Esta contradicción fundamental constituye la esencia misma del encuentro amoroso, donde dos ausencias intentan complementarse sin jamás lograrlo completamente.


Paradójicamente, es este intercambio de carencias lo que sostiene el vínculo. Como dos ciegos describiendo un color que ninguno ha visto, construimos juntos una ficción necesaria. El amor persiste no a pesar de esta imposibilidad, sino gracias a ella; su potencia reside precisamente en la tensión irresoluble entre lo que buscamos y lo que podemos realmente obtener, entre la fantasía de completitud y la realidad del desencuentro.


La experiencia analítica nos revela que esta economía del vacío compartido es quizás el único espacio posible para el amor genuino. No es en la satisfacción plena donde el amor encuentra su morada, sino en el reconocimiento mutuo de nuestras faltas. Al abrazar esta condición, descubrimos que amar no es poseer ni completar, sino acompañar al otro en la danza perpetua entre deseo y ausencia, entre hambre y donación.


 
 
 
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    Psicotepec
  • 26 feb
  • 1 Min. de lectura

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Todos llevamos un contrabandista en nuestro interior que transporta mercancías prohibidas entre la expectativa y la decepción. Lo vemos operar en cada relación fallida, en cada objeto que pierde su brillo al poseerlo, en cada logro que se vuelve insuficiente apenas alcanzado. Cruzamos fronteras psíquicas cargando promesas de satisfacción que se desvanecen al tocarlas, convencidos de que la próxima vez será diferente.


La paradoja es que nuestro contrabandista existe precisamente porque nuestra aduana interior finge no verlo. Justo cuando obtenemos lo deseado, activamos el mecanismo secreto que anula su valor. El smartphone nuevo, la pareja conseguida, el ascenso laboral: todos revelan su impostura al ser poseídos. Y sin embargo, seguimos repitiendo el ciclo, fingiendo sorpresa ante cada nueva decepción.


La experiencia analítica revela que este tráfico fronterizo no es un defecto a corregir sino la estructura misma del deseo. Reconocer al contrabandista no implica detenerlo, sino establecer otro pacto con él: uno donde la mercancía ya no prometa completitud imposible, sino fragmentos asumidos de un goce necesariamente parcial. Solo entonces podemos habitar la frontera sin la angustia de cruzarla.


 
 
 
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