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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 26 feb
  • 1 Min. de lectura

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We all harbor a smuggler within who traffics forbidden goods between expectation and disappointment. We witness its operation in each failed relationship, in every object that loses its luster once possessed, in each achievement that becomes insufficient the moment it's reached. We cross psychic borders carrying promises of satisfaction that vanish at our touch, convinced that next time will be different.


The paradox lies in how our smuggler exists precisely because our inner customs pretends not to see it. Right when we obtain what we desire, we activate the secret mechanism that nullifies its value. The new smartphone, the partner attained, the job promotion: all reveal their imposture once possessed. Yet we repeat the cycle, feigning surprise at each new disappointment.


The analytical experience reveals that this border trafficking isn't a defect to correct but the very structure of desire itself. Recognizing the smuggler doesn't mean stopping it, but establishing a different pact: one where the goods no longer promise impossible completeness, but acknowledged fragments of necessarily partial enjoyment. Only then can we inhabit the border without the anxiety of crossing it.

 
 
 
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  • 26 feb
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El sujeto contemporáneo demuestra una capacidad singular: convertir la crueldad en virtud mediante un acto de prestidigitación moral. La convicción absoluta funciona como anestésico de la conciencia: permite herir sin sentir culpa, atacar sin reconocer agresión, destruir mientras se cree construir. Observamos diariamente cómo la certeza moral no es garantía de bondad sino frecuentemente su opuesto: terreno fértil donde florece la crueldad más refinada.


Existe una paradoja fundamental en esta dinámica: cuanto más elevado el ideal que defiende el sujeto, más despiadados pueden ser sus métodos. El fundamentalista moral necesita enemigos como el adicto necesita su dosis: sin ellos se enfrenta al vacío de su propia identidad. La rectitud extrema no refleja salud psíquica: evidencia un mecanismo compensatorio ante la incapacidad de tolerar la ambivalencia constitutiva de lo humano.


La experiencia analítica revela el secreto mejor guardado: tras cada cruzador moralista yace un niño aterrado de sus propios impulsos. El odio proyectado hacia afuera es siempre proporcional a la incapacidad de integrar la propia sombra. El perseguidor de monstruos raramente advierte que su fervor persecutorio es ya el síntoma: la confirmación de que aquello que busca aniquilar afuera vive, implacable y negado, dentro de sí mismo.


 
 
 
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  • 26 feb
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Habitamos palabras que nunca construimos: el sujeto llega a un mundo donde los significantes ya han trazado los senderos por donde transitará su deseo. Como herederos de una arquitectura simbólica milenaria, ingresamos al espacio social a través de fonemas que nos esperaban desde antes de nuestro primer llanto. No elegimos la gramática que moldeará nuestra mente; somos elegidos por ella, inquilinos perpetuos en una casa edificada por ancestros anónimos.


La experiencia analítica revela cómo, paradójicamente, mientras más nos adueñamos de las palabras, más evidencian éstas su carácter ajeno. Como el actor que memoriza un guion hasta olvidar que repite frases escritas por otro, nos convencemos de hablar con voz propia cuando simplemente modulamos un eco. El lenguaje nos hace creer que somos sus dueños precisamente cuando más eficazmente nos atraviesa y determina.


El sujeto contemporáneo debe confrontar esta colonización lingüística primordial. Reconocer la exterioridad constitutiva del habla no para rendirse ante ella, sino para establecer una relación menos ingenua con ese Otro simbólico que nos habita. La libertad posible no consiste en escapar del lenguaje, sino en habitar creativamente sus límites, transformando la casa prestada en un espacio donde nuestro deseo encuentre su singular entonación.


 
 
 
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