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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 20 jul
  • 1 Min. de lectura

Cuando las metáforas fallan, las moléculas prometen hacerse cargo. Pero ningún químico puede reparar lo que el lenguaje rompió.


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Cuando las moléculas hablan más fuerte que las metáforas.


La palabra, ese instrumento privilegiado que nos distingue de otros animales, experimenta una derrota técnica en las adicciones. Como un dique que cede ante una inundación, el lenguaje pierde su capacidad regulatoria del goce y es sustituido por objetos químicos que prometen hacer mejor su trabajo. Esta sustitución no es accidental sino reveladora de una crisis más profunda: hemos llegado a un punto donde las moléculas sintetizadas en laboratorios resultan más eficaces que las metáforas construidas en milenios de cultura.


El fenómeno desnuda una paradoja devastadora de la condición humana contemporánea. Mientras desarrollamos sistemas lingüísticos cada vez más sofisticados—algoritmos, inteligencia artificial, redes semánticas—nuestros cuerpos individuales requieren bypass químicos para soportar la complejidad simbólica que nosotros mismos creamos. Como ingenieros que construyen puentes tan elaborados que necesitan helicópteros para cruzar el río, producimos lenguajes tan complejos que necesitamos drogas para habitarlos.


La clínica recibe los restos de esta operación histórica: sujetos cuyas palabras perdieron eficacia regulatoria sobre sus propias economías internas. Cada adicción testimonia el fracaso de un sistema simbólico particular, cada sustancia reemplaza una conversación que nunca pudo realizarse. No es que las drogas sean más potentes que las palabras; es que hemos vaciado las palabras de su potencia mientras llenamos las drogas de expectativas que ninguna molécula puede satisfacer.


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  • 20 jul
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Adoramos residuos porque hemos perdido acceso a los objetos reales. El surplus se volvió sagrado cuando lo sustancial se volvió inaccesible.


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El culto de lo excedente.


Vivimos tiempos donde los desechos han ascendido al altar de la adoración colectiva. Nuestra cultura ha invertido radicalmente las jerarquías tradicionales: lo que antes se descartaba después del consumo ahora se convierte en el objeto mismo del culto. Como sociedades que construyen templos con basura, elevamos a divinidades aquello que debería permanecer en los márgenes como residuo natural de toda actividad humana.


Esta operación revela algo perturbador sobre la economía libidinal contemporánea. El surplus no es accidental sino estructural: lo producimos deliberadamente para tener algo que adorar. Como coleccionistas obsesivos que acumulan envolturas vacías, desarrollamos rituales sofisticados alrededor de elementos que tradicionalmente no merecían atención. Los influencers que muestran sus desperdicios alimentarios, las marcas que venden productos diseñados para romperse, los festivales que celebran el despilfarro mismo: todo testimonia esta inversión cultural donde el exceso se ha vuelto sagrado.


La clínica recibe las consecuencias de esta adoración invertida: sujetos que han perdido la capacidad de distinguir entre lo esencial y lo superfluo, entre nutrición y desperdicio, entre deseo y acumulación compulsiva. Se drogan con los residuos de experiencias que nunca tuvieron completamente, convirtiendo las sobras en el plato principal de sus vidas emocionales.


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    Psicotepec
  • 20 jul
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La sobredosis más peligrosa no es química sino existencial: creer que podemos eliminar para siempre la falta que nos constituye.


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La sobredosis de lo absoluto.


Existe una intoxicación más mortal que cualquier sustancia: la fantasía de que podemos experimentar el Todo. Mientras las sobredosis químicas colapsan sistemas orgánicos, la "alloverdosis" ("All-overdose" = Sobredosis del Todo) colapsa la estructura misma del deseo que nos mantiene vivos como sujetos. Esta alloverdosis existencial no mata el cuerpo sino algo peor: mata la falta que nos permite seguir deseando, buscando, viviendo en la incompletud que nos define como humanos.


La alloverdosis revela el núcleo mortífero del capitalismo tardío: no vende objetos sino la promesa de saturación total. Como niños que creen poder comerse toda la dulcería, los sujetos contemporáneos persiguen experiencias que prometen agotar definitivamente el hambre existencial. Pero el hambre no es problema a resolver sino condición a habitar. Cuando prometemos eliminarlo completamente, producimos monstruos: sujetos que han perdido la capacidad de desear porque creen haber encontrado fórmulas para la satisfacción absoluta.


La clínica recibe víctimas de esta sobredosis conceptual: personas que consumieron tanto la idea de plenitud que perdieron acceso a placeres parciales, encuentros imperfectos, satisfacciones incompletas que constituyen la textura real de la vida humana. Han overdoseado de infinito y ya no saben habitar lo finito que somos.


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