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  • 20 jul
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 21 jul

Los algoritmos que predicen todo exterminan la única inteligencia que importa: la capacidad de sorprenderse a sí mismo.


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La Motuta digital: Cuando los algoritmos reemplazan la invención infantil.


Los niños ya no inventan palabras. Sus tablets y smartphones, equipados con correctores automáticos y predictores de texto, eliminan cada "motuta" antes de que pueda nacer. Cada neologismo infantil es instantáneamente subrayado en rojo, marcado como error, corregido hacia la normalidad lingüística. La máquina no tolera la invención; solo acepta el código preestablecido. Donde antes florecían universos semánticos únicos, ahora se despliegan menús de opciones calculadas por algoritmos que conocen todo excepto el deseo singular del niño.


Aquí surge una paradoja devastadora: mientras más "inteligentes" se vuelven nuestros dispositivos, más tontos se vuelven nuestros niños. Los algoritmos de recomendación, diseñados para anticipar cada necesidad, están exterminando sistemáticamente la capacidad de sorpresa. Un niño que busca "dinosaurio" recibe exactamente lo que el algoritmo predice que quiere ver, no lo que su fantasía podría crear. La eficiencia digital mata la ineficiencia creativa que caracteriza al pensamiento infantil.


El marco psicoanalítico nos enseña que la invención lingüística infantil cumple una función estructurante fundamental: permite al niño crear un espacio simbólico propio, irreductible al lenguaje del Otro. La "motuta" de Juan no era simplemente una palabra; era la marca de su singularidad, el testimonio de que un sujeto único habitaba ese cuerpo. Cuando un niño crea una palabra, está ejerciendo el poder originario del lenguaje: nombrar lo que aún no existe, dar forma simbólica a lo que escapa a las categorías establecidas.


Los algoritmos contemporáneos operan en dirección exactamente opuesta: reducen la infinita creatividad del lenguaje a patrones predictibles de consumo. Netflix "sabe" qué quiere ver el niño; Spotify "conoce" qué música le gustará; YouTube "predice" qué video mantendrá su atención. Esta omnisciencia artificial está creando una generación de sujetos que consumen creatividad en lugar de producirla. El niño aprende que no necesita inventar porque la máquina ya inventó por él, mejor y más rápido.


La clínica actual revela niños que han perdido la capacidad de sorprenderse a sí mismos. Llegan a consulta diciendo exactamente lo que el algoritmo predijo que dirían, sintiendo lo que estaba programado que sintieran. Su sufrimiento mismo parece seguir scripts preestablecidos. Cuando un niño logra crear algo verdaderamente impredecible, algo que ningún algoritmo podría haber anticipado, recupera momentáneamente la dignidad de sujeto deseante que los dispositivos inteligentes le habían confiscado.


Referencias


Levin, E. (2008). La imagen corporal sin cuerpo: angustia, motricidad e infancia. Revista Intercontinental de Psicología y Educación, 10(1), 91-112. Universidad Intercontinental.


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  • 20 jul
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Padres desconectados de su cuerpo intentan criar niños integrados: la paradoja imposible de nuestra época digital.


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El espejo fracturado: Padres que también perdieron su imagen corporal.


Los padres de hoy no pueden ofrecer lo que nunca recibieron. Criados durante la primera revolución digital, llegaron a la adultez con sus propias imágenes corporales fracturadas, dependientes de likes y validaciones virtuales para confirmar su existencia. Cuando cargan a sus bebés, lo hacen con manos que saben más de pantallas táctiles que de piel humana. Sus miradas, entrenadas para escanear notificaciones, luchan por sostener el tiempo lento que requiere la construcción de una escena primordial. El espejo que el bebé necesita encuentra está empañado por la propia desconexión corporal del adulto.


La paradoja es demoledora: una generación que busca desesperadamente recuperar su presencia corporal a través del mindfulness y el yoga debe, simultáneamente, transmitir a sus hijos una integración psicosomática que ellos mismos no poseen. Padres que miden sus pasos con aplicaciones, que fotografían su comida antes de saborearla, que documentan cada momento en lugar de vivirlo, intentan crear para sus bebés experiencias de presencia auténtica. Es como pretender enseñar un idioma que uno mismo habla con acento extranjero.


El marco psicoanalítico nos revela que la constitución subjetiva requiere un Otro que pueda sostener una experiencia corporal integrada. El bebé no construye su imagen corporal mirándose al espejo; la construye siendo mirado por alguien que habita su propio cuerpo con placer y naturalidad. Cuando el adulto que sostiene al niño está a su vez desconectado de su experiencia sensorial, fragmentado entre su presencia física y su atención digital, no puede ofrecer el espejo estable que el psiquismo infantil necesita.


Esta transmisión de la fragmentación opera de manera sutil pero sistemática. El padre que responde mensajes mientras amamanta no solo se distrae; está enseñando que la experiencia corporal es siempre secundaria a la comunicación virtual. La madre que fotografía cada gesto del bebé para compartirlo en redes sociales está convirtiendo la escena primordial en espectáculo para consumo de otros, vaciándola de su función estructurante. El acto más íntimo se vuelve performance, y el niño aprende que existe para ser visto por una audiencia invisible.


La clínica actual nos confronta con adultos que buscan terapia para "reconectarse con su cuerpo" al mismo tiempo que crían niños a quienes deberían transmitir esa conexión. Padres que no saben si tienen hambre porque han tercerizado esa información a aplicaciones, que no reconocen sus emociones sin emojis que las traduzcan. El analista se encuentra trabajando simultáneamente con el síntoma del niño y la fragmentación del adulto que debería sostenerlo, descubriendo que ambos habitan el mismo espejo roto.


Referencias


Levin, E. (2008). La imagen corporal sin cuerpo: angustia, motricidad e infancia. Revista Intercontinental de Psicología y Educación, 10(1), 91-112. Universidad Intercontinental.


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  • 20 jul
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Los niños adictos a la velocidad han perdido el músculo psíquico de la espera: donde muere el aburrimiento, muere la creatividad.


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La velocidad como síntoma: Por qué los niños no pueden esperar.


Los niños de hoy han perdido la capacidad de aburrirse. Cada segundo de pausa es inmediatamente llenado con estímulos digitales que prometen satisfacción instantánea. El tiempo muerto, ese espacio necesario donde la creatividad solía germinar, ha sido exterminado por algoritmos que detectan el más mínimo declive en la atención para inyectar contenido nuevo. Los pequeños ya no saben qué hacer con sus manos cuando no hay pantalla que tocar, con sus ojos cuando no hay imagen que consumir. La espera se ha vuelto intolerable porque han perdido el músculo psíquico que la sostiene.


La paradoja es devastadora: mientras más rapidez ofrecemos a los niños, más lentos se vuelven para procesar la vida real. La velocidad digital crea una ilusión de eficiencia que oculta una profunda incapacidad para elaborar experiencias. Un niño puede procesar cientos de videos en una hora pero no puede permanecer cinco minutos construyendo una torre de bloques. Ha desarrollado tolerancia a la velocidad pero intolerancia a la duración. Su psiquismo funciona como un procesador sobrecalentado: ultra rápido para tareas simples, completamente bloqueado ante cualquier complejidad real.


El marco psicoanalítico nos enseña que la elaboración psíquica requiere tiempo muerto, espacios de latencia donde los contenidos pueden sedimentar y transformarse en experiencia vivida. El niño necesita momentos de vacío para que emerja el deseo propio, intervalos de silencio para escuchar su voz interna. La velocidad digital cortocircuita este proceso esencial: ofrece estímulos antes de que el aparato psíquico pueda procesar los anteriores, creando una acumulación tóxica de sensaciones no elaboradas que se manifiestan como ansiedad, agitación e imposibilidad de concentración.


Los dispositivos contemporáneos han sido diseñados específicamente para crear adicción a la velocidad. Cada notificación está calibrada para interrumpir justo cuando el cerebro comenzaba a relajarse, cada transición de contenido programada para mantener el sistema nervioso en estado de alerta constante. Los niños desarrollan lo que podríamos llamar "síndrome de velocidad compulsiva": necesitan estímulos cada vez más rápidos e intensos para sentir que algo está ocurriendo. El tiempo natural de los procesos humanos —respirar, caminar, pensar— les resulta insoportablemente lento.


La clínica actual revela niños que sufren de una nueva forma de temporal: viven en un presente perpetuo sin pasado que los sostenga ni futuro que los convoque. Su incapacidad para esperar no es capricho sino síntoma de un aparato psíquico colonizado por la temporalidad digital. Cuando logran recuperar la capacidad de aburrirse, de permanecer en el vacío sin llenarlo inmediatamente, recuperan también la posibilidad de que emerja algo genuinamente propio, algo que ninguna máquina podría haber predicho o programado.


Referencias


Levin, E. (2008). La imagen corporal sin cuerpo: angustia, motricidad e infancia. Revista Intercontinental de Psicología y Educación, 10(1), 91-112. Universidad Intercontinental.

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