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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 20 ene
  • 1 Min. de lectura

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La clínica contemporánea nos enfrenta constantemente con esta verdad incómoda: el poder del discurso del amo no reside en su racionalidad ni en su justicia, sino en su pura arbitrariedad. No necesita tener sentido para funcionar; funciona precisamente porque puede prescindir del sentido. Su autoridad no emerge de la lógica de sus argumentos sino de su capacidad de imponerse sin necesidad de argumentar.


Lo que hace eficaz a este discurso es precisamente su indiferencia hacia la coherencia o la justificación. El amo no dice "esto es así porque..." sino simplemente "esto es así". La ausencia de justificación no es una debilidad de este discurso sino su fuerza: al no depender de razones, se vuelve inmune a los cuestionamientos racionales. El poder se sostiene en su propio ejercicio, no en su legitimidad.


La paradoja es que cuanto más arbitrario es el mandato, más efectivo resulta. El discurso del amo produce obediencia no a pesar de su sinsentido, sino gracias a él. Su capacidad de reinar no depende de su contenido sino de su forma pura de imposición. Es un discurso que no busca convencer sino someter, no aspira a la verdad sino al dominio.


 
 
 
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  • 20 ene
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Existe una confusión frecuente que la clínica actual nos obliga a clarificar: el discurso no es simplemente lenguaje. Mientras el lenguaje opera como un sistema formal de signos y reglas, el discurso es ese punto donde la palabra se entrelaza con el deseo, donde la gramática se encuentra con la subjetividad. No hablamos solo con el código lingüístico: hablamos desde las heridas, desde los vacíos, desde las identificaciones que nos constituyen.


El lenguaje puede estudiarse como estructura abstracta, pero el discurso siempre implica un sujeto que se juega en lo que dice. Cada vez que hablamos, no solo transmitimos información: revelamos nuestra posición subjetiva, nuestras identificaciones inconscientes, nuestra manera singular de habitar el mundo simbólico. El discurso es el lenguaje atravesado por el deseo.


Lo que nos constituye como sujetos no es el dominio de un sistema lingüístico, sino nuestra forma única de estar atrapados en el discurso. El analizante no sufre de un mal uso del lenguaje: sufre por su posición en el discurso, por el lugar desde donde habla y desde donde es hablado. El análisis opera precisamente en esta dimensión, donde el decir excede siempre a lo dicho.

 
 
 
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  • 20 ene
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El sujeto contemporáneo sale de la universidad transformado en una cifra: tantos créditos acumulados, tanto valor de mercado adquirido, tanta deuda contraída. No es casual que utilicemos el mismo término -crédito- para las materias aprobadas y para la deuda financiera. La universidad ya no forma sujetos: produce portadores de créditos, unidades calculables de valor potencial en el mercado laboral.


Esta transformación del estudiante en crédito ambulante revela la verdadera función de la universidad actual: convertir el conocimiento en una mercancía cuantificable y al sujeto en su portador. No estudiamos para saber, sino para acumular créditos. No aprendemos para transformarnos, sino para volvernos más "crediticios", más financiables, más vendibles en el mercado de las competencias.


La paradoja es que estos créditos que supuestamente nos califican, en realidad nos descalifican como sujetos pensantes. Salimos de la universidad marcados, sí, pero no por el saber sino por una lógica mercantil que reduce todo conocimiento a su valor de cambio. La verdadera educación tendría que comenzar precisamente por cuestionar esta reducción del saber a créditos.


 
 
 
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