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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 23 abr
  • 1 Min. de lectura

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El migrante no atraviesa fronteras: las revela. No desestabiliza países, sino ficciones. No amenaza nuestra seguridad, sino la ilusión de que alguna vez fuimos homogéneos. Su rostro no exige compasión, exige responsabilidad.


Las fronteras existen precisamente donde más insistimos en negarlas: no entre naciones, sino en nuestra percepción del otro. El migrante no desestabiliza economías, sino certezas; no amenaza recursos, sino la ilusoria homogeneidad con que tapizamos nuestro interior. Su verdadero crimen no es cruzar líneas geográficas, sino atravesar las demarcaciones de nuestra autocomprensión.


La "libertad irrevocable" que Levinas (2002) atribuye al extranjero funciona como un espejo invertido: mientras reforzamos muros físicos, son nuestras construcciones mentales las que se derrumban. Paradójicamente, cuanto más intentamos proteger nuestra identidad colectiva del "invasor", más revelamos su carácter ficticio y frágil. El migrante expone la contingencia de los valores que creíamos universales y eternos.


Hoy día se busca desesperadamente transformar al migrante en dato estadístico, tragedia mediática o amenaza abstracta. Todo, menos reconocerlo como portador de un rostro que, en términos levinasianos, nos impone una responsabilidad ética anterior a cualquier construcción política. Los alambrados físicos son meros símbolos de fronteras más profundas que nos negamos a examinar.


Referencias


Levinas, E. (2002). Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad. (A. Leyte, Trad.). Sígueme. (Trabajo original publicado en 1961).


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  • 23 abr
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Compramos pasaportes a mundos ajenos pero viajamos en burbujas sanitizadas; queremos exotismo sin contagio, diferencia sin transformación, encuentro sin consecuencias.


Consumimos culturas ajenas como caníbales ilustrados: devoramos diferencias mientras nos negamos a ser digeridos por ellas. La aproximación genuina exige despojarse primero—quitarse no solo los zapatos sino la piel acostumbrada—para sentir realmente un territorio que desconocemos. El encuentro verdadero comienza precisamente donde termina nuestra invulnerabilidad.


La estructura occidental opera mediante esta paradoja constitutiva: anhelamos fervientemente lo diferente mientras fortificamos las defensas contra su poder transformador. Como niños fascinados que quieren tocar el fuego sin quemarse, pretendemos conocer sin ser conocidos, penetrar sin ser penetrados. Esta asimetría—observar sin ser observados—reproduce silenciosamente el dispositivo colonial bajo apariencias cosmopolitas.


El sujeto contemporáneo colecciona experiencias culturales como quien acumula souvenirs: objetos que decoran estanterías sin modificar la arquitectura de la casa. Queremos agua del pozo ajeno pero tememos ahogarnos en ella; buscamos probar sin que el sabor altere nuestro paladar. La verdadera inserción cultural exige disponibilidad radical: estar dispuestos a no regresar siendo los mismos.


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  • 23 abr
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La anoréxica no deja de comer; come meticulosamente la nada. No confundamos su rechazo con inapetencia: tiene hambre feroz, pero de ausencia.


La anoréxica no sufre de falta de apetito sino de un apetito perverso por la ausencia misma. Mientras otros buscan saciar el hambre, ella la cultiva meticulosamente, transformándola en objeto de consumo. No rechaza simplemente la comida; más bien consume activamente el vacío, haciendo del "no comer" un acto positivo, una ingesta ritual de la nada. Cuando decimos a estos pacientes "come algo", malinterpretamos radicalmente su posición: ya están comiendo algo —están comiendo precisamente nada— y este "nada" tiene para ellos una sustancialidad más real que cualquier alimento concreto ofrecido en el plato de la preocupación familiar.


La paradoja se revela cuando comprendemos que la anoréxica no está vacía sino rebosante de plenitud. Su rechazo a la comida no proviene de un estado de carencia que busca llenarse, sino de una saturación insoportable que exige vaciamiento. Cuando nos dicen 'toma esta comida y ponla en tu cuerpo', fallamos en observar dónde están: en un estado de plenitud que requiere evacuación. Es como si la anoréxica estuviera ya tan ocupada por la presencia masiva del Otro materno que no queda espacio alguno para existir como sujeto separado; su rechazo alimentario es un desesperado intento de crear un espacio habitable dentro de ese exceso sofocante.


En términos lacanianos, podemos comprender este fenómeno como una subversión de la dialéctica presencia-ausencia que constituye todo objeto. Para que algo devenga objeto de deseo, debe poder ausentarse; solo lo que puede faltar puede ser deseado. La anoréxica invierte esta lógica: en lugar de desear lo que falta, hace faltar lo que otros desean para ella. Convierte la ausencia misma en presencia, el vacío en sustancia, la carencia en posesión. Su deseo no es de comida sino de control sobre el propio cuerpo como último reducto de autonomía frente al Otro omnipresente que amenaza con devorarla a ella, paradójicamente, con sus ofertas de alimento.


El síntoma anoréxico revela con brutal claridad cómo el objeto humano nunca es natural sino siempre cultural, nunca orgánico sino simbólico. Si en la bulimia vemos la oscilación caótica entre la incorporación y la expulsión, en la anorexia encontramos la estabilización perversa de este conflicto mediante la fetichización del vacío mismo. La anoréxica ha encontrado un objeto perfecto: uno que no puede perderse porque es precisamente la pérdida misma convertida en posesión. Su tragedia es que este objeto mortífero la posee a ella más de lo que ella lo posee; cada gramo perdido es aparentemente una victoria subjetiva que, sin embargo, la acerca progresivamente a su desaparición como organismo.


La clínica contemporánea nos enseña que el tratamiento de la anorexia no consiste en llenar el vacío sino en vaciarlo de su mortífera sustancialidad. No se trata de hacer comer al sujeto —intento que solo refuerza la resistencia— sino de separar la nada de su valor de goce, permitiendo que emerja un vacío diferente: no el de la muerte sino el del deseo. El analista opera aquí no como quien alimenta sino como quien permite un ayuno diferente: el ayuno simbólico que separa al sujeto de esa nada devoradora para abrir el espacio donde pueda surgir otra relación con la falta, una que no exija el sacrificio del cuerpo en el altar del vacío sustancializado.


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