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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 23 abr
  • 3 Min. de lectura

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Pedimos pan pero anhelamos miradas. La boca que demanda comida busca realmente ser besada por el reconocimiento del Otro.


Ningún grito infantil es solo ruido. Antes de que el infante articule una palabra, la madre ya ha traducido sus espasmos, llantos y tensiones corporales a un lenguaje estructurado de peticiones y necesidades. Como traductora de un idioma que nadie habla, ella convierte lo puramente orgánico en mensaje, lo biológico en comunicación, el displacer en llamada. Esta interpretación anticipada —que precede cualquier intención comunicativa— instala al niño en un universo simbólico donde sus manifestaciones corporales ya no son solo descargas tensionales sino signos destinados a un Otro. Como se inserta una llave en una cerradura, el niño queda encajado en un sistema de significantes que no creó pero que determinará cada uno de sus futuros intercambios con el mundo.


La paradoja esencial de la demanda radica en su inevitable duplicidad: pide siempre más de lo que nombra y menos de lo que anhela. Cuando el niño llora reclamando alimento, recibe simultáneamente leche y amor, nutrientes y palabras, saciedad orgánica y reconocimiento simbólico. Como quien pide agua y recibe vino, experimenta un excedente inesperado: además del objeto necesitado obtiene un "goce extra" —el abrazo, la mirada, la cadencia de la voz materna. Este plus transforma irreversiblemente la experiencia: la próxima vez no buscará solo calmar el hambre sino recuperar ese excedente que ningún objeto puede garantizar. Así, la demanda queda escindida entre lo que pide explícitamente (el objeto) y lo que busca implícitamente (el amor).


El marco teórico lacaniano distingue cuidadosamente entre la articulación de la demanda y su objeto verdadero. La demanda se dirige formalmente hacia un objeto aparente —el alimento, el consuelo, la presencia— pero apunta esencialmente hacia algo más elusivo: el amor incondicional del Otro. Como un arquero que dispara una flecha visible hacia un blanco invisible, el sujeto demandante utiliza objetos concretos para apuntar hacia algo que ningún objeto puede encarnar: el reconocimiento pleno de su ser. Es precisamente este desajuste entre lo pedido y lo buscado lo que transforma las manifestaciones corporales inicialmente no-intencionales en signos estratégicamente desplegados: el niño aprende rápidamente que llorar de cierta manera, sonreír en cierto momento o gesticular con determinada intensidad provocan respuestas específicas en el Otro maternal.


La evolución de la demanda reconfigura completamente la economía pulsional del sujeto. Las manifestaciones que originalmente eran respuestas puramente orgánicas a estados de tensión se convierten en significantes deliberadamente articulados dentro de un sistema comunicativo. Este tránsito desde la expresión espontánea hacia la comunicación intencional marca el verdadero nacimiento del sujeto deseante. Como un aprendiz que domina gradualmente los instrumentos de un oficio, el niño incorpora la lógica significante que permite transformar necesidades en demandas, detectando que lo valioso no es solo obtener el objeto sino provocar la respuesta del Otro. Es precisamente en este espacio intermedio —entre lo que se necesita biológicamente y lo que se demanda simbólicamente— donde surge el deseo como residuo irreductible a cualquier satisfacción objetiva.


El analizante adulto reproduce incesantemente esta estructura primordial en el consultorio. Sus demandas articuladas —de curación, de comprensión, de dirección— funcionan como pantallas que simultáneamente revelan y ocultan su deseo verdadero: ser reconocido en su singularidad absoluta más allá de cualquier respuesta particular. La transferencia reactualiza esta demanda originaria dirigida ahora al analista como nuevo Otro supuesto saber. El trabajo clínico consiste precisamente en soportar esta demanda sin responder a ella en el nivel de sus objetos aparentes, permitiendo que emerja el deseo como aquello que ninguna respuesta concreta podrá jamás satisfacer. Solo atravesando la fantasía de completud puede el sujeto reconocer la naturaleza eternamente insatisfecha de su deseo y asumir creativamente la falta que lo constituye.


References


Dor, J. (1985). Introducción a la lectura de Lacan: El inconsciente estructurado como un lenguaje. Gedisa.


Psicoterapia
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Nacemos colonizados por significantes ajenos. El primer imperialismo es materno: conquistadores cargados de leche y palabras que anexan territorios del cuerpo.


Antes del lenguaje, antes del pensamiento, existe una dependencia radical. El infante, arrojado al mundo sin recursos propios, encuentra su primera continuidad existencial en las manos que lo sostienen y en la voz que lo nombra. No es simplemente un vínculo de supervivencia; es una captura constitutiva. La madre no solo alimenta un cuerpo, instala un sistema de signos donde antes solo había descargas nerviosas. Como un traductor frente a un texto en lengua desconocida, ella convierte el llanto indiscriminado en demanda articulada, el espasmo en mensaje, la contorsión en llamado. Así, el grito primordial del hambre se transforma en el primer significante de una cadena que nunca terminará.


Existe una paradoja fundamental en este encuentro inicial: el niño recibe respuestas a preguntas que nunca formuló. Sus manifestaciones corporales, puramente orgánicas, son leídas como intencionales mucho antes de cualquier intención. La madre interpreta el llanto como petición, la sonrisa como gratitud, la agitación como angustia. Esta lectura anticipada crea la ilusión retroactiva de que siempre hubo un sujeto deseante detrás de la necesidad. La paradoja radica en que es precisamente esta atribución excesiva de sentido lo que permite el nacimiento de un ser simbólico. El malentendido originario no es obstáculo sino condición para la emergencia del deseo.


El marco teórico lacaniano sitúa al Otro materno como primer agente de simbolización. No es simplemente un otro semejante sino el Otro con mayúscula: lugar de los significantes, tesoro del lenguaje, matriz simbólica donde el infante adquiere coordenadas existenciales. Cada gesto de cuidado viene acompañado de palabras que exceden infinitamente la satisfacción biológica que proporcionan. Al alimentar, la madre no solo ofrece leche sino miradas, caricias, palabras, silencios – todo un ecosistema semiótico que inscribe al niño en un orden que lo precede y lo excede. El niño queda así atrapado en una red significante que no es suya pero que lo constituye irremediablemente como sujeto.


Esta inscripción simbólica transforma radicalmente la naturaleza del deseo infantil. Ya no busca simplemente el objeto de la necesidad sino el reconocimiento del Otro, no anhela solo la leche sino la presencia amorosa que la acompaña. Se establece así una dinámica donde el infante desea ser objeto del deseo materno, quiere ocupar el lugar privilegiado en la economía libidinal del Otro. La fórmula "el deseo es el deseo del Otro" cobra aquí su sentido más literal: deseamos lo que el Otro desea y como el Otro desea. Esta alienación primordial en el deseo ajeno es el precio de entrada al universo simbólico, la hipoteca existencial que pagamos por nuestra humanización.


La experiencia analítica confirma constantemente esta intuición fundamental: el sujeto contemporáneo continúa buscando en cada nuevo encuentro amoroso la recuperación imposible de aquella primera satisfacción con el Otro primordial. Aquella plenitud mítica, retroactivamente construida como perfecta e innombrable, es lo que Lacan denomina "das Ding", la Cosa. No es un objeto perdido sino un objeto imposible, no algo que existió y se perdió sino algo que nunca existió pero cuya ausencia estructura todo el campo del deseo. Es un vacío constitutivo que ningún objeto real podrá jamás colmar, una falta productiva que pone en marcha el interminable desfile de objetos sustitutivos que llamamos vida.


References


Dor, J. (1985). Introducción a la lectura de Lacan: El inconsciente estructurado como un lenguaje. Gedisa.


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Deseamos fantasmas, no objetos. La primera adicción humana es a una memoria, no a una sustancia; buscamos eternamente repetir un éxtasis primordial.


La memoria precede al deseo como la semilla a la flor. Tras el primer encuentro con la satisfacción, algo irreversible ocurre en el aparato psíquico: queda tatuada una huella mnésica, impresión espectral que vincula indeleblemente la experiencia de plenitud con la imagen del objeto que la proporcionó. Como una fotografía revelada en la oscuridad de lo inconsciente, esta estampa sensorial —mezcla de sabores, texturas, olores, sonidos— se convierte en el primer mapa del tesoro que orientará todas las búsquedas futuras. Este archivo primordial no es un recuerdo accesible sino una marca estructurante que reorganiza para siempre la relación entre necesidad y satisfacción.


La paradoja fundamental del deseo radica en su origen: nace de una presencia pero se perpetúa como ausencia. El objeto que satisfizo plenamente desaparece, pero la impronta de su paso permanece como cicatriz luminosa. Cuando reaparece la tensión orgánica, el aparato psíquico reactiva automáticamente esta huella antes de que cualquier objeto real pueda presentarse. Como el hambriento que sueña con banquetes, el niño convoca fantasmáticamente el objeto ausente. Este primer acto mágico del psiquismo —la alucinación satisfactoria— revela la esencia misma del deseo: no busca lo nuevo sino lo reconocido, no persigue cualquier objeto sino aquel que promete repetir la experiencia inaugural de completud.


El marco teórico psicoanalítico distingue cuidadosamente entre alucinación primitiva y representación anticipatoria. Inicialmente, el infante confunde la imagen mnésica reactivada con la percepción actual, creyendo que evocar equivale a poseer. Como quien toma el mapa por el territorio, el niño no diferencia entre la memoria de satisfacción y la satisfacción misma. Esta confusión primordial constituye el primer error metafísico: creer que el pensamiento puede crear su objeto. Sin embargo, la repetición de experiencias frustrantes —donde la alucinación no calma el hambre real— introduce gradualmente la discriminación entre lo imaginado y lo percibido, entre lo deseado y lo obtenido, entre la representación interna y el objeto externo.


Este aprendizaje discriminativo no elimina la función de la huella mnésica sino que la transforma. La imagen recordada deja de funcionar como sustituto alucinatorio para convertirse en modelo orientador, brújula que guía la búsqueda del objeto en el mundo real. Como el cazador que reconoce las huellas de su presa, el niño utiliza la representación interna para identificar en la realidad aquello que podría satisfacerlo. El deseo emerge así como la fuerza dinámica que vectoriza la necesidad según las coordenadas de experiencias previas, permitiendo que lo orgánico se inscriba en lo psíquico. Esta energía psíquica que catectiza la huella mnésica posibilita el tránsito desde la necesidad inmediata hacia la búsqueda mediada por representaciones.


La experiencia clínica confirma cotidianamente esta génesis del deseo. El analizante adulto, en su discurso aparentemente caótico, revela la persistencia de estas huellas primordiales que continúan organizando su búsqueda de satisfacción. Las compulsiones repetitivas, las elecciones amorosas recurrentes, las fantasías obstinadas, todas testimonian la insistencia de ese mapa primitivo que, trazado en los primeros encuentros con el objeto, permanece como arquitectura invisible del deseo. El trabajo analítico consiste precisamente en reconstruir esos planos olvidados, permitiendo que el sujeto reconozca cómo su deseo actual sigue las líneas de una geografía ancestral dibujada en los albores de su existencia psíquica.


References


Dor, J. (1985). Introducción a la lectura de Lacan: El inconsciente estructurado como un lenguaje. Gedisa.


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