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  • 23 abr
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La necesidad es el primer tirano que conocemos; déspota orgánico que exige sin palabras y no acepta negociaciones. Pura biología sin metáforas.


Antes de que existamos como sujetos, el cuerpo ya habla. Hambre, sed, frío – estas primeras embajadoras de lo orgánico golpean la puerta de la consciencia sin pedir permiso ni presentar credenciales simbólicas. Como tormentas que aparecen en un cielo sin meteorólogos, estas tensiones corporales exigen resolución inmediata, ajenas a cualquier negociación o aplazamiento. El infante no interpreta su hambre, la padece; no comprende su malestar, lo sufre en la inmediatez de un presente sin historia. La necesidad es puro imperativo biológico que ordena sin palabras, dictadura orgánica que gobierna antes de que exista lenguaje para nombrar su régimen.


La paradoja esencial de la necesidad radica en su contradicción constitutiva: lo más íntimamente nuestro requiere intervención externa para calmarse. El cuerpo grita por un objeto que no puede representar ni buscar, atrapado entre la urgencia de una tensión inescapable y la incapacidad radical de resolverla. Como náufragos arrojados a costas desconocidas sin mapa ni brújula, nuestros primeros displaceres nos confrontan con una dependencia absoluta que precede a cualquier noción de identidad. Lo más propio – el hambre que sentimos, la sed que nos aqueja – depende completamente de lo más ajeno: ese otro aún no reconocido como separado pero indispensable para la supervivencia.


El marco teórico psicoanalítico distingue cuidadosamente esta necesidad primordial de sus posteriores transformaciones. La necesidad pura se caracteriza por tres elementos fundamentales: su carácter exclusivamente orgánico, la ausencia de representación psíquica del objeto que podría satisfacerla, y la inmediatez con que se resuelve una vez proporcionado dicho objeto. Como la llave que encaja perfectamente en su cerradura, el alimento cancela momentáneamente la tensión del hambre sin dejar residuos psíquicos inmediatos. Este encuentro primitivo entre necesidad y satisfacción ocurre en un territorio presimbólico, donde aún no existe distancia entre sensación y alivio, entre hambre y saciedad.


Esta necesidad pura constituye el sustrato biológico sobre el cual se edificarán posteriormente las complejas arquitecturas del deseo y la demanda. Sin embargo, su pureza está destinada a desvanecerse tras la primera experiencia de satisfacción. La huella mnésica que deja este encuentro inaugural entre el organismo y su objeto satisfactor transforma para siempre la naturaleza de la necesidad. Lo que era inmediatez biológica se convierte en mediación psíquica; lo que era tensión orgánica se transforma en representación; lo que era encuentro directo con el objeto se convierte en búsqueda orientada por imágenes mentales. La necesidad, en su manifestación más depurada, solo existe una vez: en ese primer encuentro donde el objeto aparece sin ser buscado ni representado.


La experiencia clínica confirma constantemente esta fugacidad de la necesidad pura. El analizante adulto jamás puede acceder directamente a ella; solo la reconstruimos teóricamente como ese tiempo mítico anterior a la simbolización. Lo que encontramos en consulta son siempre necesidades ya contaminadas por representaciones, deseos articulados en demandas, exigencias orgánicas recubiertas por capas de significación. El sujeto contemporáneo ha perdido para siempre el acceso a esa experiencia de necesidad pura, sustituida ahora por complejas formaciones donde lo orgánico y lo simbólico se entrelazan inextricablemente, como raíces y tierra en un jardín centenario.


References


Dor, J. (1985). Introducción a la lectura de Lacan: El inconsciente estructurado como un lenguaje. Gedisa.


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El nuevo amo no usa corona, usa algoritmos. No necesita látigo, tiene publicidad. La esclavitud moderna viene con wifi incluido.


Deslizamos el dedo por pantallas luminosas mientras algoritmos invisibles registran cada pausa, cada clic, cada deseo fugaz. El nuevo amo no usa corona ni trono; viste códigos binarios y habita servidores climatizados. No necesita látigo porque ha perfeccionado el arte sublime de la seducción: nos convence de que cada compra es una elección libre, cada deuda una oportunidad, cada notificación un llamado irresistible. Nos despertamos consultando sus mandatos y nos dormimos planificando cómo servirle mejor mañana, convencidos de nuestra absoluta autonomía.


La paradoja del capitalismo contemporáneo reside precisamente en que mientras más libres nos creemos, más atados permanecemos a sus lógicas invisibles. Trabajamos exhaustivamente para costear lo que no necesitamos, sacrificamos tiempo de vida para adquirir dispositivos que prometen ahorrarlo, y financiamos con data personal servicios que alimentan la maquinaria que nos esclaviza. Lo verdaderamente perverso no es que nos explote abiertamente, sino que nos hace cómplices entusiastas de nuestra propia explotación. El látigo ha sido reemplazado por la publicidad personalizada; la cadena metálica por el wifi de alta velocidad.


Lacan (1992) anticipó esta transformación cuando señaló que "el discurso del amo moderno es el capitalista". A diferencia del discurso del amo tradicional, donde el mandato era explícito y la sumisión consciente, el discurso capitalista opera mediante una subversión radical del deseo. Ya no produce principalmente mercancías sino subjetividades: sujetos perpetuamente insatisfechos, convencidos de que el próximo objeto-gadget colmará finalmente su falta estructural. El plus-de-goce, lejos de ser una transgresión al sistema, se convierte en su combustible esencial. Lo que antes era excepcional —el exceso, el derroche, la transgresión— ahora constituye el imperativo categórico: ¡Goza!


Este mandato superyoico del goce infinito se materializa en ciclos cada vez más veloces de consumo-descarte-consumo. Mientras el capitalismo industrial producía objetos relativamente duraderos, el capitalismo algorítmico genera obsolescencias programadas no solo en los dispositivos sino también en las identidades. El sujeto contemporáneo debe reinventarse constantemente, actualizarse como una aplicación digital, seguir las tendencias que el mismo sistema produce y abandona vertiginosamente. La angustia ya no proviene de la prohibición (como en la época victoriana) sino de la imposibilidad de estar a la altura del imperativo de goce continuo e innovador.


La clínica actual encuentra su mayor desafío en pacientes que no sufren por deseos reprimidos sino por la incapacidad de experimentar deseo genuino. Aparecen agotados no por prohibiciones sino por mandatos de satisfacción imposibles de cumplir. El analista contemporáneo se enfrenta a la paradójica tarea de restaurar cierta capacidad de frustración, cierto límite que permita el surgimiento del deseo auténtico frente a la avalancha de ofertas prefabricadas. Su labor no consiste ya en liberar al sujeto de sus inhibiciones, sino en ayudarle a encontrar su propia medida en un mundo sin medida.


Referencias


Lacan, J. (1992). El seminario, libro 17: El reverso del psicoanálisis (1969-1970). Paidós.


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No elegimos si hacer política. Solo elegimos qué política hacemos. Como esos peces que no eligen si nadar, solo en qué dirección. El silencio también es una posición política.


No hay existencia humana fuera del campo político. Cada gesto, cada palabra, cada silencio participa inevitablemente de las coordenadas que organizan lo colectivo. Quienes proclaman su "apoliticismo" ejecutan, sin saberlo, el movimiento político más eficaz: aquel que se desconoce como tal mientras reproduce las condiciones de dominación vigentes. La neutralidad es imposible para seres constituidos por el lenguaje, atravesados por discursos que nos preceden y nos exceden. Nuestra inscripción social es anterior a cualquier ilusión de autonomía.


Lo paradójico es que cuanto más férrea es nuestra convicción de estar fuera de la política, más profundamente hacemos la política de otros. Como esos peces que no eligen si nadar, solo en qué dirección moverse en el océano que los contiene, nosotros no elegimos si hacer política, solo qué política hacemos en cada acto. El mutismo frente a la injusticia, la indiferencia ante el malestar colectivo, la reclusión en la esfera privada, son formas particularmente eficaces de sostener las asimetrías existentes. El silencio nunca es neutral; siempre beneficia a alguien.


La teoría psicoanalítica nos enseña que la subjetividad se constituye en el campo del Otro, en la red simbólica que nos antecede y nos determina. Lacan lo expresó con precisión: "El sujeto como ser socio-lingüístico necesariamente participa en (al menos un) discurso". No hay existencia humana fuera del discurso, fuera de las estructuras de poder y saber que organizan nuestros intercambios. Los significantes que nos habitan, incluso aquellos que rechazamos conscientemente, configuran el terreno de nuestra experiencia y delimitan el horizonte de lo pensable. La fantasía del individuo autónomo es precisamente eso: una fantasía.


El neoliberalismo contemporáneo ha perfeccionado esta ilusión de autonomía, promoviendo una subjetividad que desconoce sus determinaciones sociales mientras repite, obedientemente, los mandatos del mercado. El sujeto cree elegir libremente mientras sus deseos son moldeados por las lógicas del capital. La privatización del malestar, la psicologización de problemas estructurales, la responsabilización individual por fracasos sistémicos, son estrategias que despolitizan la existencia mientras la someten más eficazmente a la política dominante. El psicoanálisis revela estas operaciones ideológicas en su materialidad inconsciente.


La experiencia clínica nos confronta diariamente con esta verdad incómoda. Cada vez que un analizante descubre, sorprendido, cómo sus síntomas más íntimos reproducen lógicas sociales que conscientemente rechaza, verificamos esta imposibilidad de escapar a lo político. Cuando el trabajo analítico permite reconocer las determinaciones colectivas que habitan nuestro deseo, algo de la responsabilidad subjetiva puede emerger. No para reforzar la culpabilización individual, sino para habilitar una posición ética: la de quien asume que su silencio también es político, que su abstención tiene efectos, que su posición —incluso la más privada— se inscribe inevitablemente en lo común.


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