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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 6 ene
  • 1 Min. de lectura

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La psicología moderna opera como un taller mecánico para el alma: promete arreglar lo que está roto, ajustar lo que está desviado, completar lo que falta. Vende la ilusión de que podemos convertirnos en máquinas perfectamente calibradas, sin conflictos, sin angustias, sin fallas. Es la fantasía contemporánea del ser humano como proyecto terminado: adaptado, productivo, perpetuamente feliz. Una quimera que alimenta la industria del bienestar y sus infinitas recetas para la completud.


El psicoanálisis propone algo radicalmente distinto: no viene a arreglar nada, sino a explorar la falta que nos constituye como sujetos. No es una falla que deba ser corregida, sino el espacio mismo donde emerge nuestra singularidad. Esta falta, este vacío central en nuestro ser, es precisamente lo que nos permite desear, crear, transformarnos. Es la grieta por donde entra la luz, la fractura que nos hace humanos.


La verdad que el análisis revela es paradójicamente liberadora: no hay completud posible, y eso está bien. No tenemos que cargar con el peso imposible de la perfección ni aspirar a una totalidad que solo existe en los manuales de autoayuda. La falta no es un defecto a corregir, sino el lugar desde donde podemos comenzar a vivir de verdad, liberados de la tiranía de ser completos.


 
 
 
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  • 6 ene
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Nos aferramos al conocimiento como quien se aferra a un espejo: nos devuelve una imagen completa, coherente, sin fisuras. El conocimiento es tranquilizador precisamente porque nos promete un mundo ordenado y comprensible, donde cada pieza encaja perfectamente con las demás. Es el reino de lo imaginario, donde la completud parece posible y las contradicciones pueden ser resueltas. Por eso proliferan los libros de autoayuda y los gurúes que prometen explicarlo todo.


El saber, en cambio, opera en otra lógica. No viene a completarnos sino a revelarnos nuestra fragmentación constitutiva. Es del orden simbólico: nos enfrenta con las grietas de nuestra existencia, con las inconsistencias que nos habitan, con esa verdad incómoda que ningún conocimiento puede suturar. El saber analítico no busca cerrar heridas sino mostrarnos que esas heridas son parte de lo que somos.


La diferencia es radical: mientras el conocimiento nos promete un refugio contra la angustia de la incompletud, el saber nos invita a habitar esa incompletud como nuestra verdad más íntima. No es un saber que se acumula, sino que se revela; no es algo que se aprende, sino algo que nos atraviesa y nos transforma, precisamente porque nos muestra que nunca fuimos ni seremos ese ser completo que imaginábamos.


 
 
 
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  • 6 ene
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La gente llega al análisis esperando acumular conocimientos sobre sí misma, como quien colecciona datos en una enciclopedia personal. Buscan explicaciones, categorías, etiquetas que les permitan ordenar el caos de su experiencia. Pero el psicoanálisis opera en una lógica radicalmente distinta: no viene a añadir información, sino a revelar ese saber perturbador que ya nos habita y que nos resistimos a reconocer. No es un proceso de adquisición, sino de encuentro con lo que siempre estuvo allí.


Este saber no es del orden del conocimiento académico ni de la comprensión intelectual. Es más bien un saber que emerge como revelación, que sacude los cimientos de nuestras certezas más arraigadas. Se manifiesta en esos momentos inquietantes donde algo de nuestra verdad se hace presente, donde lo familiar se vuelve extraño y lo que creíamos conocer se revela bajo una luz perturbadoramente nueva.


La paradoja del análisis es que no busca iluminar zonas oscuras con nueva información, sino permitir que emerja la verdad que ya nos atraviesa y que hemos pasado la vida evitando. Es un proceso que nos despoja de las capas de autoengaño que hemos construido precisamente para no saber lo que, en el fondo, siempre hemos sabido. El verdadero saber analítico no suma, resta: elimina las defensas que nos protegen de nuestra propia verdad.

 
 
 
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