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  • Foto del escritor: Psicotepec
    Psicotepec
  • 27 dic 2024
  • 1 Min. de lectura

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Vivir bajo un régimen totalitario exige un doloroso ejercicio de automutilación psíquica. Para mantener una apariencia de normalidad, el sujeto debe ejecutar una compleja cirugía interior, seccionando cuidadosamente aquellas partes de sí mismo que podrían poner en peligro su supervivencia. Esta escisión no es un mero acto de prudencia, sino una profunda violencia autoinfligida que fragmenta la integridad del ser, creando compartimentos estancos entre lo que se ve, lo que se sabe y lo que se puede decir.


El supuesto "bienestar" que se logra mediante esta autoamputación tiene un costo exorbitante. Cada día requiere un elaborado ejercicio de amnesia selectiva, un sofisticado sistema de puntos ciegos autoimpuestos, una coreografía precisa de silencios y omisiones. La persona se convierte en experta en el arte de no ver lo evidente, de no nombrar lo innombrable, de no sentir lo que no debe sentirse. Este equilibrio precario consume una cantidad inmensa de energía psíquica, dejando poco espacio para el verdadero desarrollo personal.


En este contexto, el psicoanálisis encuentra su límite fundamental. Como práctica que se basa en la posibilidad de decir todo, de explorar libremente los rincones más oscuros de la psique, el trabajo analítico se vuelve prácticamente imposible donde la palabra está encadenada. La libertad de expresión no es un mero marco político para el psicoanálisis, sino su condición de posibilidad más básica. Sin la capacidad de nombrar lo real, de articular el dolor y la verdad, el proceso analítico se convierte en otra forma más de sostener la escisión, en vez de sanarla.


 
 
 
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    Psicotepec
  • 27 dic 2024
  • 1 Min. de lectura

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En la narrativa implacable del capitalismo contemporáneo, el imperativo de "ser un ganador" ha transformado profundamente nuestra relación con el otro. Ya no vemos en nuestros semejantes a compañeros de viaje en la experiencia humana, sino meros obstáculos a superar, escalones que pisar en nuestra ascensión hacia la cumbre del éxito. Esta metamorfosis de la mirada convierte cada interacción humana en una potencial batalla, cada encuentro en una oportunidad de dominación.


El prójimo se desvanece como sujeto y se materializa únicamente como un marcador de nuestro propio triunfo. Su función se reduce a ser el testimonio viviente de nuestra superioridad, el espejo roto donde se refleja nuestra "victoria". En este perverso juego de suma cero, la afirmación personal solo se logra a través de la negación del otro, convirtiendo la construcción de la propia grandeza en un ejercicio de demolición sistemática de la humanidad ajena.


Esta lógica destructiva revela la paradoja central de nuestra época: en la búsqueda obsesiva del éxito individual, perdemos precisamente aquello que nos hace verdaderamente humanos - la capacidad de reconocer y valorar la humanidad en el otro. La victoria se convierte así en una forma de derrota existencial, donde el "ganador" termina reinando sobre un desierto de conexiones humanas auténticas, celebrando un triunfo que es, en realidad, la evidencia de su propio empobrecimiento espiritual.


 
 
 
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    Psicotepec
  • 27 dic 2024
  • 1 Min. de lectura

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Contrario a las imágenes tradicionales de fuego y tormento, el verdadero infierno podría ser un lugar de perfecta y perpetua conformidad. Un espacio donde la superficie lisa de la existencia nunca se perturba con la rugosidad de la duda, donde la monotonía del acuerdo universal sofoca cualquier chispa de cuestionamiento. En este reino de la mediocridad satisfecha, la comodidad se convierte en una prisión invisible, y la ausencia de conflicto en una forma suprema de tormento.


La perfección de este infierno radica en su capacidad para eliminar no solo el dolor, sino también la posibilidad misma de crecimiento. Sin tropiezos que nos hagan más sabios, sin preguntas que nos mantengan despiertos en la noche, sin la inquietud que precede a cada descubrimiento significativo, los habitantes de este lugar existen en un estado de muerte viviente. La unanimidad perpetua se convierte en una losa que sepulta toda posibilidad de evolución y descubrimiento.


Pero quizás lo más aterrador de este infierno es la ausencia total de elección. En un universo donde todo está predeterminado, donde nadie necesita decidir porque todo fluye en una corriente de conformidad sin fin, la esencia misma de lo humano se desvanece. Sin la capacidad de elegir, sin la posibilidad de equivocarnos y aprender de nuestros errores, sin el privilegio de dudar y cuestionar, nos convertimos en meros autómatas, habitantes de un paraíso que es, en realidad, el más sutil y sofisticado de los infiernos.


 
 
 
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