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El exilio necesario: neurosis como condición deseante

  • Foto del escritor: Admin
    Admin
  • 23 abr
  • 3 Min. de lectura


El neurótico no sufre por estar incompleto, sino por añorar una completud que jamás existió. Su libertad comienza cuando deja de recordar lo que nunca sucedió.


El neurótico vive en el espacio incómodo entre dos imposibles: no puede fundirse con el Otro primordial que alguna vez le completó, ni puede renunciar a la memoria de esa completud. Como un exiliado que construye su identidad en torno al país perdido, el neurótico edifica su subjetividad sobre la ausencia constitutiva que lo funda como sujeto separado. No es una patología sino una posición existencial: la de quien ha experimentado el corte simbólico y ha sobrevivido para contarlo. Donde el psicótico vive sin fronteras definidas entre él y el mundo, y el perverso juega a atravesarlas constantemente, el neurótico acepta el límite pero jamás deja de protestar contra su presencia.


La paradoja del neurótico reside en que su mayor sufrimiento es también su mayor don. La separación que lo atormenta es precisamente lo que le permite desear, hablar, crear y amar. Es la herida que nunca cicatriza completamente pero que, al permanecer abierta, posibilita toda circulación simbólica. Como el náufrago que odia el mar que lo separa de la tierra firme pero que simultáneamente agradece las olas que lo mantienen a flote, el neurótico maldice la castración simbólica mientras utiliza esa misma castración para constituirse como sujeto de deseo. Su angustia no proviene de la separación en sí, sino del temor secreto a que esta separación sea revertida, a ser tragado nuevamente por el Otro del cual logró diferenciarse.


En términos lacanianos, el neurótico es quien ha atravesado con éxito relativo la metáfora paterna. Ha sustituido el deseo de la madre por el Nombre-del-Padre, permitiendo que el significante fálico organice su economía libidinal. Este proceso nunca es perfecto ni completo: siempre queda un resto, una nostalgia por el objeto perdido que Lacan denomina objeto a. La neurosis es precisamente el modo de organización subjetiva que reconoce este objeto como perdido, a diferencia de la psicosis que no registra la pérdida, o la perversión que la desafía mediante escenificaciones. El neurótico sabe que ha perdido algo fundamental, pero malinterpreta constantemente qué es ese algo, confundiéndolo con objetos empíricos que necesariamente lo decepcionarán.


Esta confusión no es accidental sino estructural. El neurótico persigue en el mundo objetos que puedan ocupar el lugar de aquello constitutivamente perdido, ignorando que lo perdido nunca existió como tal. La completud añorada es una reconstrucción retroactiva, una ficción necesaria que sostiene su deseo. Como el amante que idealiza el pasado compartido con quien ya no está, magnificando encuentros triviales hasta convertirlos en momentos trascendentales, el neurótico fabrica un mito personal de plenitud originaria para justificar su sensación actual de incompletud. Este mito, aunque falso en términos históricos, es psíquicamente verdadero: organiza su realidad y da sentido a su experiencia de falta.


La clínica contemporánea nos confronta con neuróticos que, paradójicamente, no quieren saber nada de su neurosis. Saturados de terapias adaptativas y discursos de autorrealización, buscan eliminar la brecha estructural que los constituye como sujetos deseantes. El analista opera aquí no como quien cura la neurosis, sino como quien la dignifica, recordando al sujeto que su división no es un defecto a corregir sino la condición misma de su humanidad. El trabajo analítico no consiste en alcanzar una imposible completud, sino en encontrar formas singulares de habitar productivamente la incompletud constitutiva, transformando la nostalgia paralizante en deseo creador. Solo aceptando que el paraíso perdido nunca existió realmente podemos descubrir que el exilio siempre fue nuestro verdadero hogar.



 
 
 

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